Liderazgo es uno más de esos términos cuyo sentido se difumina a base de ser manoseado por académicos, directivos y políticos. Un síntoma de ello es la aparición de una plétora de calificativos que se añaden al liderazgo, quizá con la intención de clarificar su significado, pero que, en mi opinión, contribuyen más bien a embarrar el asunto. Encontramos así, entre otras muchas variantes, propuestas de liderazgo carismático, consciente, transformador, cooperativo, integrativo, transdisciplinar, humilde o servidor, cuyo énfasis es a veces mayor en distinguirse del resto que en destacar lo más esencial de la actividad de liderar.
Alguien apuntó que «el liderazgo es en cierto modo como la belleza, no es fácil de definir, pero uno lo reconoce en cuanto lo ve», lo cual no ha disuadido a muchos de aportar sus propias definiciones, no siempre compatibles. Una de mis preferidas define el liderazgo como «querer hacer algo nuevo y mejor, y conseguir que otros te acompañen». Una combinación de actitud y actuación.
Añadiría a lo anterior que el liderazgo también es, en alguna medida, como el aire. Percibimos muy pronto cuando falta y más aún cuando se vuelve tóxico, irrespirable. Ya he mencionado alguna vez en este espacio la afirmación de Peter Drucker de que «solo hay tres cosas que ocurren espontáneamente en toda organización: confusión, fricción y resultados por debajo de lo esperado». Omití a conciencia el final de la cita, guardándola para esta ocasión: «el resto requiere liderazgo». Desde esta óptica, la responsabilidad del líder es ayudar a las personas a superar la confusión, a encontrar su propósito compartido, a alinearse y a construir una cultura que facilite obtener los resultados deseados. La cuestión, como sucede tan a menudo, es acertar en cómo hacerlo. Antes de ello, sin embargo, conviene despejar unos cuantos mitos.
Desmontando mitos sobre el liderazgo
Remarquemos, en primer lugar, la diferencia entre liderar y dirigir (o gestionar), en el sentido en que esto último se enseña en las escuelas de negocios. El gestor (manager) da prioridad al corto plazo, administra, reproduce, mantiene, controla, se preocupa de que las cosas se hagan bien: su función es preservar el statu quo. El líder, en cambio, mira a medio plazo, innova, crea, reta al statu quo, pregunta para qué y qué, se preocupa de que se hagan las cosas adecuadas, hace crecer a su equipo. Hay MB arrogantes, educados para ser gestores, que se consideran líderes sin serlo. Un buen líder es humilde y sabe que necesita contar en su equipo con buenos gestores que le complementen y apoyen.
Conviene asimismo desmitificar la figura de «el líder», como si hubiera un estilo o forma de liderazgo universal, adecuado para todas las circunstancias. Lo cierto es lo opuesto: el liderazgo es situacional, ha de adaptarse a las características del reto a afrontar y del equipo que se encargará de hacerlo. Liderar a un grupo de voluntarios recién incorporados a una ONG requiere un enfoque de liderazgo muy distinto del pertinente para liderar un comité de expertos como el que hubo de investigar, por ejemplo, la explosión del transbordador espacial Challenger.
En contrapartida, si bien nadie debería presumir de la capacidad de liderar cualquier reto en cualquier circunstancia, todo el mundo tiene la capacidad de liderar en alguna situación, sea personal, profesional, social o familiar. He preguntado a centenares de personas por la identidad de aquellas a las que han reconocido como líderes. Un buen número de respuestas se refieren a familiares y maestros, o a profesionales sin imagen pública. A la pregunta por las cualidades de esos líderes a los que admiran, aparecen respuestas de una gran variedad y dispersión, lo que vendría a confirmar que no es esperable que exista un líder ideal que reúna todas esas cualidades y que, en consecuencia, conviene no pensar tanto en «el liderazgo», sino en la coexistencia de múltiples y diversas posibilidades de liderazgo.
Las características del liderazgo
Con todo, lo que en mi opinión resulta más interesante de esa miniinvestigación es el resultado de clasificar esa diversidad de características del liderazgo en tres grupos, según correspondan a conocimientos, habilidades o actitudes:
- La actitud de escuchar a los demás, de formar equipos, cuidarlos y confiar en ellos aparece siempre como la más importante.
- Se valoran en segundo lugar las habilidades, con el predominio de las orientadas a las relaciones interpersonales, como la empatía y la comunicación de proximidad.
- La exigencia de conocimientos, cuando aparece, lo hace en tercer lugar. La conclusión es que el ejercicio del liderazgo es, ante y sobre todo, una actividad relacional.
Otra cuestión a resaltar es que todo el mundo puede aspirar a mejorar sus capacidades de liderazgo, porque las habilidades pueden aprenderse. Aunque, a diferencia de los conocimientos, las habilidades, también las apropiadas para liderar, se aprenden practicando. Por eso, la formación en liderazgo no resulta efectiva a menos que las personas que la reciben se inserten en una organización con una estrategia y una cultura abierta al cambio. Coincido así con quienes sostienen que, dado que se trata de desarrollar habilidades relacionales, el proceso de convertirse en un líder es muy similar al proceso de desarrollarse como humano, de convertirse en un ser humano integral. Si es así, mejor darse para ello un margen de tiempo holgado.
Por contra, la actitud de liderar, como cualquier otra actitud, no se aprende: se ejercita. La decisión de liderar conlleva la de afrontar dificultades y aceptar un cierto riesgo, que pasa, entre otras cosas, por asumir la propia vulnerabilidad. Teniendo para ello presente que los buenos líderes crecen a pesar de sus debilidades, en tanto que los peores líderes lo hacen gracias a ellas. Eso lleva no solo a la conclusión de que el liderazgo empieza por uno mismo, sino también a que la capacidad de autoliderarse es la más importante y exigente.
Pasemos a la práctica
En un momento en que las empresas y la sociedad se enfrentan a retos complejos, en que no resulta sensato confiar en un único liderazgo, sino en desarrollar múltiples liderazgos, queda la cuestión de cómo insertarlos de modo coherente y efectivo en una cultura organizativa. La prescripción de Dee Hock, el ejecutivo que lideró la creación de Visa Internacional, es simple en su formulación: «Lidérate a ti mismo, lidera a tus superiores, lidera a tus iguales, y libera a tu gente para que haga lo mismo. El resto es trivial». El atractivo de esta propuesta es que, si se consigue ponerla en práctica, extiende en toda la empresa una cultura de liderazgo distribuido.
El problema, por contra, es que al expresarla de este modo, su autor tenía plena conciencia de que ninguno de los cuatro ingredientes de su fórmula es para nada trivial. Nuestra capacidad de autoliderazgo se pone a prueba cuando sentimos que deberíamos atrevernos a liderar de algún modo a un superior. Más aún si hemos de asumir la consecuencia de constatar que este no admite ni siquiera la posibilidad de que lo intentemos.
En paralelo, situaciones como las relacionadas con la transformación digital ponen a prueba la capacidad del liderazgo horizontal necesario para superar las brechas de conocimientos, experiencias, lenguajes, visiones y sensibilidades como la existente entre especialistas y no especialistas en tecnología cuando una empresa intenta integrar lo digital en una estrategia y una actuación coherentes. Lo mismo se observa en torno al reto de formular y poner en práctica una ética y una regulación de lo digital que limite y corrija los desequilibrios generados por las décadas en el que el sector tecnológico ha evolucionado fuera de control.
Hoy damos por sentados la disponibilidad y el funcionamiento global de las tarjetas de crédito, pero VISA se creó en los años sesenta, cuando se hizo evidente la problemática derivada de que cada banco o grupo de bancos emitiera su propia tarjeta de crédito, incompatible con las del resto. Un rasgo peculiar de VISA es que creó un sistema de gobernanza en virtud del cual miles de instituciones financieras cooperan en la gobernanza de la empresa a la vez que compiten con sus versiones de la tarjeta. Un ejemplo de lo que Dee Hock bautizó como organización caórdica, un sistema de autogobierno que, al combinar caos y orden, parece más que adecuado para los tiempos que corren. Si bien, al igual que en otras ocasiones, el secreto sigue estando en el cómo.
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